El campeonato de Fórmula 1 2025 debería ser una una batalla sin cuartel entre Oscar Piastri y Lando Norris, compañeros de equipo en McLaren y protagonistas de un duelo por el título mundial que podría quedar en la historia y ser su única chance de coronación. Sin embargo, lo que vemos es una lucha tibia, anestesiada, envuelta en papel de celofán para que nadie se ofenda. Una serie de encuentros donde las formas le ganan al anhelo de conseguir el título. Una batalla de cristal en la que tanto el equipo como los pilotos parecen más preocupados por no incomodar al otro que por conquistar la gloria.
La comparación es inevitable. En 2021, Lewis Hamilton y Max Verstappen llevaron la rivalidad a un punto de ebullición que desbordaba la pista, con choques, juegos mentales y un clima de guerra fría que mantuvo en vilo al mundo entero. Antes, Nico Rosberg y Hamilton convirtieron el box de Mercedes en un polvorín, donde cada punto era una cuestión de orgullo. Hoy, en cambio, Piastri y Norris parecen dos caballeros del té de las cinco, con un guion escrito por McLaren para que todo transcurra sin sobresaltos.

El último ejemplo se vivió este domingo en Monza. Norris, que marchaba segundo, sufrió una parada en boxes lenta y fue superado en pista por Piastri. Era el reflejo perfecto de lo que es la Fórmula 1: un deporte en el que la suerte, los errores de equipo y las circunstancias también deciden carreras. Pero McLaren no quiso permitirlo. Llamó por radio al australiano, líder del campeonato, y le ordenó ceder el lugar a su compañero. Y Piastri, con docilidad pasmosa, levantó el pie y entregó la posición.
La escena fue tan absurda como innecesaria. No había amenaza real de Charles Leclerc detrás, no se jugaba una victoria, y el campeonato de constructores no estaba en riesgo. Simplemente fue un acto de corrección política en el box, un intento de “ser justos” que terminó siendo grotesco. La F1 es un deporte cruel y despiadado, y McLaren parece querer convertirlo en una liga escolar donde todos se llevan la misma medalla.
La pasividad de Piastri sorprende aún más. El australiano venía de golpear fuerte en Zandvoort, donde se benefició de la avería de Norris y sumó 25 puntos que lo consolidaron en el liderato. En Monza tenía la oportunidad de ampliar aún más esa ventaja, de enviar un mensaje de autoridad, de demostrar que no piensa regalar nada en una pelea por el título mundial. Pero eligió agachar la cabeza. Prefirió “mantener la paz” en lugar de defender su posición, como si el campeonato fuera una mesa de convivencia y no una guerra deportiva.
¿Es esto lo que necesita un piloto que quiere ser campeón del mundo? ¿Qué habría hecho un Verstappen, un Alonso, un Senna? La respuesta es obvia: jamás hubieran devuelto una posición ganada en pista por un error ajeno. El hambre de gloria no se negocia, y ayer Piastri mostró que todavía le falta esa dosis de egoismo que siempre caracterizó a los grandes campeones.
El problema no es solo del australiano. McLaren está jugando con fuego. En su obsesión por no repetir los choques internos que desgarraron a Mercedes en la era Hamilton-Rosberg, el equipo de Woking está desvirtuando la esencia misma de la competencia. Al intervenir de manera tan torpe, se coloca en un lugar ridículo: el de árbitro que pretende corregir la suerte y borrar con órdenes de equipo lo que la pista dictó. Y lo peor es que abre un precedente peligroso: ¿Hasta donde deberán compensar?
Porque la pregunta ahora es: ¿qué hará McLaren cuando estas órdenes definan un campeonato? ¿Se atreverá a quitarle puntos al líder de la tabla para ser “justo”? ¿O decidirá no intervenir después de haberlo hecho antes, inclinando la balanza de manera definitiva? La política del buen trato se convierte, entonces, en un arma de doble filo que amenaza con deslegitimar el título que, tarde o temprano, ganará uno de sus pilotos.

Los puntos cedidos en Monza no decidirán el Mundial, pero el gesto sí puede hacerlo. Piastri y Norris parecen atrapados en una jaula de cristal, sonriendo ante cada adversidad y jugando un juego que ellos mismos han aceptado. El australiano justificó la maniobra diciendo que “mantener la armonía” era más importante que tres puntos, pero nadie gana un campeonato del mundo siendo amable. La Fórmula 1 es un deporte en el que la ambición y el instinto asesino han definido la historia.
No es llamativo que Max Verstappen se ría en pista. En unas circunstancias así, el neerlandés se los degustaría los dos como lo hizo cada fin de semana que contó con las herramientas. Sin pedir permiso, sin pedir disculpas y sin darle vueltas a tanta la diplomacia. Lo hizo en Monza, en Suzuka y parece destinado a repetirlo cada vez que el rendimiento de su Red Bull esté a la altura. Mientras McLaren se debate entre algodones y órdenes de equipo, el hambre de campeón aún está brillando en otro box. Y eso lo lleva a asomar como una amenaza aún cuando la ventaja luzca casi indescontable.
La imagen que deja McLaren es la de un gigante asustado por su propia grandeza. Tiene una superioridad aplastante, pero carece de la fiereza que exige una pelea por la corona. Lo de Monza no fue una estrategia, fue un síntoma: el síntoma de un equipo que quiere un título sin heridas, sin roces, sin drama. Y eso, sencillamente, no existe. El campeonato 2025 debería ser recordado como la gran batalla entre Piastri y Norris. Pero si todo sigue así se encaminada a ser un título ganado sin sangre, sudor ni lágrimas. Y en la Fórmula 1, eso siempre pesa más que cualquier trofeo.