Helmut Marko deja Red Bull: luces y sombras del último bastión de una dinastía en la F1

Por: Nicolas Gabetta

La detonación fue completa. El templo fundacional de Red Bull, una de las escuderías más dominantes de la última era, ha pasado a ser historia. Red Bull, que por distintos motivos ha dejado atrás a Adrian Newey, Christian Horner y Jonathan Wheatley, hoy despide a Helmut Marko, gran responsable de los éxitos de una dinastía reinante de la que apenas queda el cráter. Así, el equipo descuida a Max Verstappen, su joya más preciada, mientras apuesta por el ambicioso e incierto terreno de la autonomía motriz. Hoy el panorama está sembrado de dudas: solo el tiempo dirá si estamos ante un renacimiento valiente o frente al principio del fin para el equipo de Milton Keynes.

Helmut Marko fue uno de los primeros en cruzar el umbral de un tempo naciente, destinado a vigilar y guiar los cimientos que prometían un Red Bull gigante. Su llegada, impulsada por la fe inquebrantable de Dietrich Mateschitz, no fue la de un asesor técnico: fue la del guardián elegido. Mientras el fundador imaginaba una escudería irreverente, feroz y desafiante del orden establecido, Marko se convirtió en su ejecutor más leal. Él definió la filosofía deportiva, él trazó la ruta desde la rebeldía inicial hasta el dominio aplastante. Descubrió talentos, moldeó pilotos y sostuvo la identidad interna con una devoción casi monástica. Si Mateschitz soñó el equipo, Marko lo materializó, año tras año, carrera tras carrera, hasta levantar una dinastía que parecía indestructible.

Sebastian Vettel fue su primera gema. Cuando Red Bull decidió fundar su programa juvenil, Marko lo imaginó no como un semillero, sino como una fragua destinada a forjar campeones. Detectó al joven alemán cuando aún era un borrador en las filas de BMW, lo llevó al programa junior, lo siguió de cerca durante su paso por la escudería filial y lo elevó desde Toro Rosso al equipo principal. Bajo su tutela, Vettel no solo explotó: redefinió a Red Bull. Cuatro títulos consecutivos, una década marcada por su aura y, sobre todo, la confirmación de un método: no necesitaban comprar estrellas, podían construirlas.

Max Verstappen fue uno de los más acérrimos defensores de Marko.

Y entonces, cuando el alemán dejó Milton Keynes atrás seducido por los flashes de Ferrari, apareció Max Verstappen, la joya más salvaje que Marko encontró. Mientras el resto del paddock lo observaba con cautela, él vio un diamante puro, demasiado valioso para esperar. Mercedes tanteó su fichaje, pero no tenía espacio ni un equipo satélite donde hacerlo debutar. Red Bull sí. Marko lo arrancó de las manos de Toto Wolff y le ofreció lo que nadie podía: un asiento inmediato en F1. En 2015 Max era el novato más joven de la historia; en 2016 ya estaba en el equipo principal; diez años después, es el campeón que domina una era entera. No fue azar: fue visión, instinto y estrategia de Marko.

Pero el genio del austríaco tenía un reverso tan brillante como abrasivo. Su mirada quirúrgica para detectar diamantes venía acompañada de una brutalidad célebre: la filosofía del “rindes o desapareces”. En esa lógica quedaron atrapados talentos extraordinarios que no lograron sobrevivir al fuego interno de Red Bull. Gasly, ascendido y degradado sin anestesia. Sainz, estrangulado por la política del clan Verstappen. Albon, devorado por una presión insoportable. Todos, más tarde, demostraron fuera del equipo lo que Marko siempre vio: que eran pilotos de élite. Pero lo hicieron lejos del método que antes los había incendiado. Incluso Checo Pérez padeció críticas públicas que cruzaron límites innecesarios. Lawson, por su parte, quedó a merced de decisiones cambiantes. Para Helmut Marko, la hoguera era selectiva: si te convertías en campeón, sobrevivías; si no, quedabas reducido a cenizas.

La muerte de Dietrich Mateschitz en 2022 fue el verdadero quiebre que silenció a la vieja guardia. Con él se fue no solo el fundador, sino la mente que sostenía —a puro instinto y autoridad— la estructura más impredecible y poderosa de la F1 moderna. Mateschitz era la pata austríaca del imperio, el hombre que le dio carta blanca a Marko para actuar sin pedir permiso. Su ausencia desarmó ese orden ancestral: la toma de decisiones dejó de depender de un solo pulso firme y pasó a manos de una directiva más corporativa y cauta. El ecosistema de ejecución que Marko conocía empezó a desvanecerse.

Y con el vacío de poder, también se desmoronó su blindaje. Desde Tailandia —la otra mitad del imperio Red Bull— el mensaje era claro: menos improvisación, más control; menos decisiones personales, más institucionalidad. En ese nuevo horizonte, el viejo asesor quedó expuesto. Surgieron fricciones por contrataciones impulsivas, fichajes sin el aval de la directiva y maniobras unilaterales que chocaban con la nueva cultura interna. La muerte de Mateschitz no solo cerró una vida: derribó la estructura que mantenía a Helmut Marko en su trono. Su salida, desde entonces, parecía solamente una cuestión de tiempo.

Dietrich le encargó a Marko la supervisión del proyecto Red Bull en F1.

Las polémicas externas solo aceleraron el final. Declaraciones explosivas, juicios públicos sin pruebas y la reciente acusación contra Antonelli en Qatar —que terminó desencadenando amenazas, crisis reputacional y un pedido de disculpas— representaron el último incendio provocado por su estilo. Red Bull ya no estaba dispuesto a apagar más fuegos.

Así, la renuncia de Marko no es un adiós solemne: es el colapso del último pilar del viejo régimen. Tras la marcha de Newey, Horner y Wheatley, su caída simboliza el cierre definitivo de una era. Y en el centro de todo queda Max Verstappen, heredero directo de su método, dueño de una cláusula que le permite abandonar el equipo si Marko se va. Esa es ahora la pregunta clave: no si Helmut Marko se fue, sino cuánto tiempo se quedará Verstappen.

La tormenta llega justo cuando Red Bull da el salto más arriesgado de su historia: fabricar su propio motor. Red Bull Powertrains es una apuesta gigantesca, pero también una incógnita peligrosa. Sin décadas de experiencia como Mercedes o Ferrari, y con Honda lanzado a dominar desde Aston Martin, nadie sabe si la nueva unidad de potencia será un arma o un lastre. Verstappen está ante una encrucijada histórica: ¿arriesgar su legado en un motor que nadie ha visto funcionar o buscar refugio en estructuras probadas?

Al final, la figura de Helmut Marko queda suspendida en un territorio donde conviven el mito y la controversia. Fue el arquitecto que diseñó el camino hacia cuatro títulos con Vettel y una era dorada con Verstappen, pero también el guardián que puso la excelencia a una altura casi imposible de alcanzar. Su legado está hecho de gloria pura y escombros humanos: de diamantes descubiertos antes de que brillaran y de talentos que ardieron demasiado rápido bajo su propio fuego.

Red Bull hoy pierde a quien supo ser brújula, centinela y verdugo. Pierde al hombre que, con una mezcla única de audacia y rigor, transformó a una marca de bebidas energéticas en una potencia deportiva global. Pero también se despide del dirigente que nunca aprendió a contenerse, que confundió instinto con infalibilidad y que dejó heridas internas tan profundas como los triunfos que ayudó a conseguir. La historia lo recordará por ambas caras: por la genialidad indomable que construyó campeones y por la crudeza que redujo a cenizas a quienes no pudieron adaptarse al ecosistema que él mismo creó. Y quizá ese sea, en definitiva, el verdadero sello de Helmut Marko: un legado tan brillante como imperfecto, tan necesario como irreversible.

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